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Óscar Martos

Tenor

Y TÚ, ¿QUIÉN SERÍAS?

E
n mi caso, no aceptaba que alguno de mis amiguitos, en ninguna circunstancia, osara quitarme el nombre del que por aquel entonces era uno de mis futbolistas preferidos: el delantero alemán Kalle Rummenigge.

Mi mejor amigo, Evaristo, solía jugar descalzo y adoptó el nombre del camerunés Tommy N’Kono, con el que incluso guardaba bastante parecido.

Mi vecino Peppe, hijo de Francesco y la señora Antonella, era, evidentemente, el italiano Paolo Rossi. A veces lo perseguíamos para intentar hacerle fotos instantáneas con la Polaroid, que estaba muy de moda en aquel momento. La cámara pertenecía a nuestro amigo Enrique, el único que de verdad podía permitirse el lujo de tener una de esas. Normalmente, nos la íbamos turnando entre nosotros y así, al menos, era posible completar los álbumes de cromos, puesto que a todos nos faltaba la estampa del Bambino de Oro.

Transcurría el inicio de la década de los ochenta y la Copa Mundial de España 1982 era el gran foco de atención para los niños y los jóvenes del barrio de Patarata II, ubicado en la ciudad de Barquisimeto, Venezuela. En mi grupo de amigos, nos identificábamos mediante números que recortábamos con los retazos de telas que le sobraban a mi abuela Carmen, la costurera del barrio. Ella nos ayudaba a coserlos a la espalda de nuestras camisetas y con un rotulador escribíamos los nombres de los jugadores a los que encarnaríamos.

Agelvis, el pecoso pelirrojo, era el que mejor jugaba al fútbol. Además, siendo un poco más grande que el resto y particularmente generoso, nos dejaba marcar algunos goles para que el partido resultara más equilibrado y divertido. Agelvis llevaba, indiscutiblemente, el número 10 a su espalda. Fue entonces cuando el nombre de Diego Armando Maradona quedaría sellado en nuestras mentes para siempre.
La Transversal 3 era la calle donde vivíamos, angosta y con varios baches. Allí mismo, pintábamos el círculo central de la cancha y con un par de piedras fijábamos las dos porterías.
El balón lo pudimos comprar gracias a una colecta que se realizó entre el vecindario, la cual llevó a cabo Édgar, uno de los deportistas adultos de la calle; al ver tanto entusiasmo en nosotros, se prestaba a echarnos una mano para poder organizarnos. De hecho, era él quien desempeñaba el papel de árbitro y nos enseñaba bien todas las reglas del juego, así como también trataba de controlar nuestras emociones y nuestro ímpetu.
El papá de Enrique —el de la Polaroid— nos regaló tres trofeos y unas cuantas medallas. Mi papá, Francisco, profesor de castellano y literatura con una caligrafía maravillosa, escribió a tinta sobre unos cuantos pergaminos; aquellos serían los diplomas de participación, para que nadie se volviera a casa sin su reconocimiento.
Ya estaba todo perfectamente listo para que celebrásemos nuestro propio mundial de fútbol.

Dentro de las limitaciones que pudiéramos tener en una comunidad de bajos recursos, con muchos problemas y situaciones que resolver, siempre nos uníamos para salir hacia adelante. Cada uno ponía a disposición del colectivo aquello que estuviera a su alcance. En el fondo, bastaba con el simple hecho de asistir los sábados por la mañana a los partidos. Con una silla o una banqueta, los vecinos se acercaban a la acera para vernos jugar; si bien unos preparaban limonada fresca y otros llevaban bolsas de mandarinas, todos ellos aportaban lo más importante: la emoción, los aplausos y el ánimo de nuestra pequeña comunidad, que se encargaba de guiarnos y brindarnos su apoyo incondicional.

Sin duda, aquellos vínculos de la infancia determinaron nuestra conducta y reforzaron los valores de humanidad y solidaridad que nos acompañan hasta el sol de hoy.