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EDITORIAL

El valor de la memoria

E
l fútbol no tiene memoria. Esta es una de las afirmaciones más recurrentes cuando alguien que ha alcanzado el éxito deportivo debe enfrentarse a una situación muy adversa. La sociedad actual funciona de manera vertiginosa y los triunfos del ayer ya carecen de validez; el presente es lo único que cuenta porque es el que nutre los sueños del futuro. Para el entrenador argentino Diego Pablo Simeone «el fútbol siempre es el mañana». Para el poeta escocés Robert Burns «si no tuviéramos pasado, estaríamos desprovistos de la impresión que define a nuestro ser». Para nosotros ambos conceptos son complementarios. Y es que sabemos que nadie vive del pasado, pero sí se puede perdurar gracias a él. Hay que otorgarle el valor que se merece.

Los clubes se forjan a través de su memoria. El Real Madrid no sería como hoy lo conocemos de no ser por las cinco Copas de Europa consecutivas que conquistó a mitad del siglo XX. De la misma forma, Bayern de Múnich, Liverpool o Boca Juniors tampoco habrían asentado esa mística de equipos legendarios sin los títulos continentales que lograron en los años setenta y ochenta. Aunque todos ellos tardarían varias décadas en volver a levantar un trofeo internacional, la sangre de campeón correría para siempre por sus arterias, creando una ventaja psicológica —y económica— sobre la mayoría de sus rivales. No le faltaba razón al cronista brasileño Nelson Rodrigues cuando dijo aquello de que «también los fantasmas tienen obligaciones con su club».

El respaldo social es el mayor apoyo para cualquier institución. El sentido de pertenencia a un equipo es un vínculo que se fortalece con el tiempo. Un caso evidente de arraigo histórico es el Benfica. Si bien hablamos de la entidad deportiva más laureada de Portugal, con dos Copas de Europa en 1961 y 1962, también es la que más mezcla la alegría con la tristeza por todas las finales que ha perdido —véase la maldición de Béla Guttmann—. Quizá sea ese sentimiento de revancha el que llevó al conjunto de las águilas a entrar en el Libro Guinness de los récords en noviembre de 2006, cuando fue reconocido como el club de fútbol con más socios del mundo (197 877). No hay mejor motivación que sobreponerse a las decepciones del ayer.

Los profesionales que integran los clubes son los más condicionados por su trayectoria, puesto que las expectativas no aceptan excusas. La responsabilidad de decantar la balanza recae sobre todo en los jugadores. Y el fútbol no perdona. A pesar de que la experiencia es un grado, cada temporada, cada competición, cada partido y cada momento son diferentes. Por tanto, si alguien le pregunta a un futbolista por los desafíos venideros, la respuesta casi siempre se enfocará hacia la prueba más próxima. La atención a los detalles define la grandeza de la obra; el esfuerzo y la constancia determinan la dimensión de su autor. El cómputo global pone a todos en su lugar.

Tampoco debemos pasar por alto a los principales estrategas de este deporte: los entrenadores. Estos genios en la sombra, muchas veces incomprendidos, ejercen una de las vocaciones más volátiles que existen. Son los más vulnerables en una relación desigual con los clubes, en la que un minuto de relajación puede echar por tierra años de dedicación. En Inglaterra encontramos un ejemplo muy ilustrativo. El italiano Claudio Ranieri se ganó la admiración de toda Europa tras convertir al modesto Leicester City en campeón de liga, un hito que ni el más lunático de sus seguidores hubiera pronosticado. Ni siquiera así disfrutó de un respiro; meses más tarde, un bajón de rendimiento le acabó costando el puesto. Después de todo, la buena labor de los técnicos solo se aprecia con el paso de los años. Así lo expresaba sir Bobby Robson, el último gentleman del fútbol británico: «Los pintores no ganan dinero hasta que están muertos, y lo mismo ocurre con los entrenadores. Nadie reconoce su trabajo hasta que dejan este mundo, y entonces la gente dice: ¡Qué bueno era! ¡Era como Picasso!».

En definitiva, no es posible que podamos entender el fútbol actual sin que conozcamos sus raíces. El tiempo nos concede la perspectiva necesaria para realizar un análisis más o menos acertado de cada uno de los acontecimientos. Además, el ser humano funciona mediante la imitación, y el pasado es la mejor referencia que tenemos para perpetuar las virtudes y evitar los errores. Hay que saber de donde venimos para saber a dónde vamos: de ahí deriva el verdadero valor de la memoria. Al final del camino, el éxito o el fracaso solo son maneras distintas de dejar una huella en la historia.