TEXTO:
OCTAVIO RIVERO
ILUSTRACIÓN:
JARORIRO!
E
l cuerpo de un joven yace tendido en medio de un pequeño lunar de pasto descuidado y quemado, a unos metros del canal del desagüe, cerca de San Cristóbal Ecatepec, Estado de México. El chico, que no rebasa los 18 años, está malherido. Se encuentra rodeado por una docena de personas, las cuales no corren a asistirlo; muy por el contrario, lo insultan, golpean y tratan de lincharlo, hasta que un policía se interpone. Después de unos segundos, por fi n muere, entre el incomprensible festejo de aquellos que atestiguan el triste final de una vida. En ese instante una camioneta color gris se estaciona cerca del lugar. De ella, un hombre de fiero aspecto desciende y corre hacia el cuerpo de la víctima, gritando al cielo con demenciales formas.
—¡Hijo mío, hijo mío!
Pero sus gritos no conmueven a los presentes. Uno de ellos, escondido en la multitud, responde:
—¡Ya vino por su rata! —Y luego afirma—: ¡Él también es rata!
Cinco minutos antes, el mozo, vestido con la indumentaria de entrenamiento de la selección de Alemania y acompañado por dos cómplices, amagó con un revólver y asaltó a los comensales de un puesto de comida callejera. Una vez cometido el delito, los tres huyeron a bordo de una motocicleta negra, hasta que fueron interceptados por un vehículo de la Policía Municipal. En su intento de escape, los chicos dispararon hacia la patrulla, pero en el intercambio de fuego una bala atravesó el vientre del joven con la ropa deportiva. Esa es la realidad de Ecatepec de Morelos, un lugar con casi dos millones de personas en el que la mitad viven en pobreza extrema. Los índices señalan que anualmente se cometen 1 700 homicidios, 174 secuestros, 1 400 agresiones sexuales. Además, los robos son una constante: 1 300 casas y 3 000 autos son atacados de enero a enero. Sin embargo, esto no fue siempre así. Ecatepec guarda una de las historias más secretas de todo México. Fue en este lugar, ahora temido y golpeado por la delincuencia, donde en 1891 se jugó el primer partido de fútbol del que se tenga registro en territorio mexicano.
EL CAPITAL INGLÉS Y EL PROGRESO MEXICANO
El México actual no se entiende sin la gran pasión que genera el fútbol. Los mexicanos viven, comen, respiran y sufren por él. Guadalajara o América; Cruz Azul o Pumas; Tigres o Monterrey; cada uno tiene cabida en el corazón de ciento veinte millones de personas que viven en este país. Aunque todo empezó donde nadie podría imaginar, el origen es bastante similar al del resto de los países latinoamericanos: una pelota que cruza el Atlántico en el equipaje de algún ingeniero de la reina Victoria. En el año 1884, Porfirio Díaz acordó con el Reino Unido reiniciar los pagos de la deuda estatal y restablecer las relaciones comerciales y diplomáticas. Los créditos comenzaron a fluir. El banco Trustees Executors & Securities otorgó 2 400 000 libras para financiar las obras del canal de desagüe en Ecatepec. En 1889, el Gobierno mexicano confió los trabajos a la empresa S. Pearson & Son, encabezada por Weetman Pearson. Su abuelo había comenzado el negocio con una fábrica de ladrillos en Bradford; Weetman extendió la compañía fuera de la isla, impulsándola como una de las constructoras más grandes y prestigiadas del mundo.
En diciembre de 1889, Weetman Pearson viajó desde Nueva York hasta Ciudad de México para entrevistarse con el presidente Porfirio Díaz. El día 20 de ese mes recorrió el antiguo camino real de la colorida villa de San Cristóbal Ecatepec. El poblado existía desde antes de la conquista española. Sus primeros habitantes construyeron un templo en honor al dios del viento, Ehécatl, a cuyo nombre se agregó el sufijo pec —que significa «cerro» en la lengua náhuatl—. En el siglo XVI, los frailes dominicos destruyeron el templo y edificaron el convento de San Cristóbal Mártir, por lo que el poblado pasó a adoptar la denominación actual. Weetman inspeccionó el lugar con sus ingenieros. Pese a que el plan del Gobierno no le agradó y así se lo hizo saber a Díaz, en un ataque de conciencia el político mexicano le dijo:
—Alguien tiene que ceder y, si usted no lo hace, entonces lo hará el Gobierno.
El día 23 de diciembre firmaron el contrato en el Palacio de Gobierno. Al día siguiente, Pearson cenaría en la casa del presidente y se hicieron grandes amigos. El inglés se convirtió en el empresario favorito del régimen mexicano, recibiendo decenas de contratos de construcción y concesiones de explotación de varios pozos petroleros. El hombre nacido en Lancashire, por su parte, ayudó al de Oaxaca para que México pasase de un estado casi medieval a ser un país netamente industrializado.
En diciembre de 1889, Weetman Pearson viajó desde Nueva York hasta Ciudad de México para entrevistarse con el presidente Porfirio Díaz. El día 20 de ese mes recorrió el antiguo camino real de la colorida villa de San Cristóbal Ecatepec. El poblado existía desde antes de la conquista española. Sus primeros habitantes construyeron un templo en honor al dios del viento, Ehécatl, a cuyo nombre se agregó el sufijo pec —que significa «cerro» en la lengua náhuatl—. En el siglo XVI, los frailes dominicos destruyeron el templo y edificaron el convento de San Cristóbal Mártir, por lo que el poblado pasó a adoptar la denominación actual. Weetman inspeccionó el lugar con sus ingenieros. Pese a que el plan del Gobierno no le agradó y así se lo hizo saber a Díaz, en un ataque de conciencia el político mexicano le dijo:
—Alguien tiene que ceder y, si usted no lo hace, entonces lo hará el Gobierno.
El día 23 de diciembre firmaron el contrato en el Palacio de Gobierno. Al día siguiente, Pearson cenó en la casa del presidente y se hicieron grandes amigos. El inglés se convirtió en el empresario favorito del régimen mexicano, recibiendo decenas de contratos de construcción y concesiones de explotación de varios pozos petroleros. El hombre nacido en Lancashire, por su parte, ayudó al de Oaxaca para que México pasase de un estado casi medieval a ser un país netamente industrializado.
Los deportes comenzaban a tener un espacio en el escenario social de México a finales del siglo XIX. Antes del octogésimo primer aniversario de la guerra de Independencia, el prestigiado Lakeside Club organizó una regata en la que participaron dos equipos ingleses, uno escocés, uno norteamericano y uno mexicano. El béisbol también buscaba su propio camino y los fines de semana los aficionados estadounidenses se reunían en Balbuena para dirimir algún partido que recordase a su hogar. En la época, el deporte rey era el críquet. El mejor equipo del país era el San Cristóbal British Club, integrado por los empleados de S. Pearson & Son en Ecatepec. El 4 de septiembre de 1891 se celebró un encuentro en Pachuca, donde los locales doblegaron al Velasco Cricket Club en dos innings. Las pasiones se elevaron y los miembros del Velasco fueron al número 2 de la calle de Iturbide para retar al San Cristóbal a un duelo que definiría al campeón de la ciudad. Aquella noche, Frank Ryan, hermano menor del ingeniero jefe, tocaba con maestría artística su guitarra acompañado por otro ingeniero, George Day, que hacía lo propio con un viejo violín. Ninguno tenía autoridad para hablar en nombre del equipo, así que el Velasco se quedó con las ganas de anunciar el choque, pero no de elevar su insolencia. En los días siguientes publicaron una nota en el periódico titulándola: «Un duelo necesario». La ciudad entera permanecía pendiente a la respuesta del San Cristóbal, que no tardó en llegar. Ambos se verían las caras con motivo de las festividades del Día de Muertos.
Weetman Pearson regresó a México dos semanas antes del Día de Muertos. Junto con él arribó William Ryan, el hermano de Frank. Entre sus pertenencias se encontraba una hermosa lámpara mágica que proyectaba en cualquier pared imágenes de lugares lejanos. También trajo consigo una pelota de fútbol que los excavadores del canal no pudieron resistirse a patear. Ryan era muy renuente a prestar su valioso artículo, por lo que la única manera posible de convencerlo sería organizando un partido formal de fútbol. Para ello se configuraron dos equipos en representación de las empresas radicadas en Ecatepec: los Pearson’s Wanderers (S. Pearson & Son) y los San Cristóbal Swifts (Read & Campbell). A pocos días del encuentro de críquet se dio a conocer el programa para los festejos en San Cristóbal. El sábado por la tarde se celebraría una gran feria a la que estaba invitado todo el pueblo. El domingo por la mañana, un reverendo oficiaría una misa para los ingleses y un cura haría lo mismo para los mexicanos y los irlandeses. A las nueve daría inicio el primer inning de un partido que se alargaría hasta el mediodía, hora en la que estaba programado el enfrentamiento entre los Pearson’s Wanderers y los San Cristóbal Swifts. Tras el evento futbolístico, dividido en dos tiempos de treinta minutos, hubo un almuerzo previo al segundo inning del críquet. Por la noche se ofrecería un fastuoso concierto en la Alameda Central de la Ciudad de México, que estaría iluminada por una planta eléctrica traída desde Estados Unidos por George Westinghouse.
El viernes 30 de octubre se sacrificaron diez guajolotes, dos cerdos y una vaca en San Cristóbal. También llegaron varias tinajas de pulque en el tren que venía de Tlalnepantla de Baz. Para los ingleses, desde Buenavista, arribaron dos barriles de cerveza Merendaz, fabricada en Toluca. El molinero no dio abasto en todo el día: tenían que elaborar muchos kilos de tortillas y la misma cantidad de piezas de pan para los emparedados de jalea, enviados por la tienda El Universo junto con algunos embutidos italianos. Todo bajo la supervisión de Weetman Pearson, que en persona revisaba que no quedase cabo suelto. Los jugadores del Velasco y los empleados de Read & Campbell serían los invitados de honor. El sábado al mediodía comenzó el festejo. La feria se instaló cerca del templo y en ella el carrusel de ponis era la atracción principal, además de juegos como el tiro al blanco, los aros y el típico martillo de fuerza. Los hijos de los ingleses que habían trasladado a sus familias a México formaron un coro y entonaron un repertorio de canciones tradicionales, como María tiene un corderito o la muy popular Polly Wolly Doodle. Una orquesta militar tocó piezas mexicanas y melodías clásicas. El anfitrión, el señor Pearson, un hombre de unos 33 años, con tupido bigote castaño, gentil rostro y pronunciada calva prematura, era amigable y condescendiente con los mexicanos, a diferencia de la mayoría de los empresarios extranjeros. Sus instrucciones para sus connacionales eran tratar de igual forma a los locales, que lo veían como una figura casi paternal.
En la tarde del sábado se organizó una carrera de costales entre algunos nativos de San Cristóbal, miembros del Velasco y empleados de S. Pearson y Read & Campbell, lo que llenó de gritos el prado donde se disputaban dichos encuentros deportivos. Seguidamente, se sirvió el festín nocturno. Uno de los cerdos fue asado al estilo europeo y otro fue cocinado en un cazo de cobre. Lo mismo pasó con los guajolotes, al que los ingleses llamaban turkey; la mitad al horno y la otra mitad en mole. En el prado se colocaron tablones y sillas plegables de madera para degustar aquel banquete. Cuando anochecía, William Ryan sacó su lámpara mágica y comenzó una encantadora sesión. Las imágenes de Edimburgo se reflejaron en la pared del templo de San Cristóbal, dejando asombrados a los asistentes. Para amenizar el acto, el piano de la oficina de Pearson fue llevado a la calle. Mientras Ryan leía un resumen ilustrado de Oliver Twist, su hermano Frank tocaba melodías de Mozart y Beethoven. El momento álgido ocurrió cuando interpretó The Bluebells of Scotland al tiempo que proyectaban graciosas imágenes de payasos, lo que fue tomado como un insulto por los escoceses presentes. El incidente llevó a un par de jaloneos que fueron contenidos por el mismo señor Pearson, que exigió mesura a los invitados.
En las primeras horas del domingo, un tren proveniente de Buenavista llegó a San Cristóbal con doscientas personas. La expectación por el duelo de críquet entre el San Cristóbal y el Velasco era inigualable. Ambos equipos vestían de blanco, pero los visitantes usaban gorras y cinturones azules. Velasco realizaría el primer lanzamiento y San Cristóbal pronto demostró el porqué de su fama. El primer inning terminó con ventaja local y así se llegó a la pausa. Era momento para el fútbol. Weetman Pearson hizo colocar una mesa con bebidas y emparedados y un par de señoras nativas instalaron un improvisado puesto de tepache, pulque, agua de limón y agua de Jamaica. Unos minutos después del mediodía, saltaron a la cancha los Pearson’s Wanderers, con una camisa blanca y un lazo rojo cruzando el pecho, y los San Cristóbal Swifts, también con una camiseta blanca, aunque portando un lazo azul. El árbitro principal era Frank Tizard y un ingeniero irlandés de apellido Lucey ejerció como su asistente. Ecatepec ya había visto a los güeros jugar al críquet, pero esta nueva locura parecía aún más loca y extraña. Por parte del conjunto de S. Pearson & Son jugaron Peter Ryan en la portería y capitaneando al equipo; McNeill y William Ryan en la defensa; Collin Davin y More ocuparían el half back; y la delantera estaría integrada por Kane, Barr, Doyle y George Day. Por Read & Campbell salieron el ingeniero y capitán Lizard en el arco; Horace Bacon como defensa; Turnstone y Edmonds en el mediocampo; y Clarke, Bailey, Payne, Chapman y Ledley en el ataque. Todo estaba listo para que comenzara el espectáculo del fútbol.
Frank Tizard hizo sonar el silbato y dio inicio al primer partido de fútbol disputado en México. Al principio todo era confusión. Buena parte de los componentes del San Cristóbal Swifts jugaba por primera vez, por lo tanto, en más de una ocasión tomaron la pelota con las manos y corrieron a la portería. Tizard interrumpía las acciones y les explicaba a los mecánicos de qué clase de fútbol se trataba. Los miembros de los Pearson’s Wanderers sí que tenían experiencia previa jugando en Gran Bretaña. Davin probó que su velocidad podría ser un arma mortal para sus rivales; después de una carrera, por poco genera el primer gol contra la meta de Lizard, que brincaba de emoción cuando se acercaban a sus dominios. Kane también probó su habilidad y rapidez, despertando una carretada de aplausos. En una escapada, Davin y Kane combinaron para que este último centrara el esférico donde se encontraba solo Barr, que lanzó un disparo potente justo al lado de Lizard. El gol fue cantado con mucha sobriedad. Desde la banda, los casi mil espectadores protestaron el tanto, puesto que al momento del tiro el portero de los Swifts estaba distraído buscando su boina, perdida poco antes por una ráfaga de viento. Los árbitros consultaron el reglamento y determinaron que no había ninguna infracción en la acción. El gol parecía ser el principio de una inminente paliza de los Wanderers, pero en realidad fue todo lo contrario. Los Swifts se reunieron en el centro del campo y planearon una brillante estrategia. Bailey, el único con cierta práctica en el juego, comenzó a buscar el balón y a internarse en el terreno de los rojos, aunque sus disparos eran detenidos por un Ryan que tuvo que esforzarse a fondo. Alcanzado el medio tiempo, los sudorosos jugadores fueron a la banda para refrescarse y en un cuarto de hora volvieron al campo.
El público aplaudía sin cesar y se olvidó totalmente del críquet. Con el reinicio del juego, otra vez Bailey sería el motor de sus Swifts. Desbordaba y trataba de encontrar apoyo en Edmonds, que mostró buenas capacidades. Al final del partido, ambos avanzaron por el campo contrario a toda velocidad; los half backs no pudieron hacer nada para impedir que Edmonds enviara un magnífico servicio a donde estaba Clarke. Ryan llegó bastante tarde al quite usando los pies y el forward consiguió disparar a puerta. Ante el alarido de los incipientes aficionados, McNeill salvó a los Wanderers justo en la línea de gol, provocando que el mismo Weetman Pearson saltara y lanzara su elegante sombrero por los aires. Segundos después, Tizard pitó el final (1-0). El hecho de no poder contar con el calzado adecuado —lo que provocó muchos resbalones y faltas— y no conocer bien las reglas no evitó que el primer partido fuera un éxito inusitado, tanto que muy pocos recuerdan el segundo inning entre el San Cristóbal y el Velasco, que también favoreció a los locales.
San Cristóbal Ecatepec se convirtió en el epicentro del deporte en el valle de México. Fue de nuevo allí donde se acordaron dos importantes revanchas. San Cristóbal y Velasco se enfrentarían el día 26 con el fin de celebrar el tradicional Boxing Day. Y ya para finales de noviembre se concertó otro esperado duelo: San Cristóbal Swifts contra Pearson’s Wanderes. El choque sería el sábado 21 de diciembre, como parte de los eventos que conmemorarían la muerte del héroe independentista José María Morelos y Pavón. Para esta ocasión, los mecánicos de Read & Campbell hicieron una valiosa adición: el futbolista profesional, internacional por Escocia, Hugh Wilson. Los Swifts entrenaron más de una semana para limpiar el orgullo mancillado. La audiencia no fue la misma que en el primer partido, si bien no dejó de ser muy numerosa. Pearson’s Wanderers alineó a Peter Ryan; McNeill, Kane; Davin, Edmonds, Chapman; William Ryan, Doyle, Barr y Carrol. San Cristóbal Swift s apostó por Bacon; Furmston y McNeilaige; Day, Hugh Wilson, Payne; Terry Wilson, Clark, Bailey, Henderson y McKay. Ambos equipos tomaron posiciones y Wilson exhibió pronto sus habilidades, así como sus pupilos todo lo que habían aprendido. Las acciones viriles tampoco faltaron y, mediado el primer tiempo, Davin y Clark se vieron inmiscuidos en un aparatoso accidente. El más perjudicado fue el del Wanderers, que se fue lesionado y dejó a su equipo con un hombre menos.
Los alaridos procedentes de las bandas eran un reconocimiento al gran partido; las acciones de peligro no escaseaban, como tampoco lo hacían el esfuerzo y el valor. En el tiempo para la pausa, Collin Davin fue examinado por el doctor de la empresa y el resto se refrescó como bien pudo del clima templado que se siente en el valle de México por esas fechas. Hugh Wilson daba indicaciones a sus delanteros al tiempo que organizaba la defensa. Al inicio del segundo tiempo el ritmo se incrementó, los locales tomaron el control del juego y atacaron con violencia la meta de San Cristóbal Swifts. En una de las aproximaciones, Doyle corrió por la banda izquierda con la pelota, vio a Ryan desmarcado en el centro y le dio el balón. El delantero controló el esférico, esperó un segundo y sacó un disparo que no parecía entrañar peligro, pero la pelota rebotó en un pequeño hoyo que la hizo cambiar de dirección, adentrándose así en la meta de Horace Bacon. El gol fue gritado con euforia. Los aficionados no podían creer la desgracia de los Swifts, que habían mostrado muchísima mejoría. Pearson’s Wanderers se lanzó a por el segundo, ya con Davin recuperado de su lesión. Entonces, Wilson hizo valer su condición profesional. El escocés era superior al resto y empezó a crear tanto peligro en el área rival que parecía que el empate caería en cualquier instante. Además, Clark y Bailey aparecían por todos lados, aunque Peter Ryan supo mantenerse firme y defendió la portería como pudo. Finalmente, el árbitro Frank Tizard decretaría otro nuevo triunfo de los Wanderers (1-0).
Al término del choque, dos periodistas entrevistaron a William Ryan, que de manera altiva retó a cualquier once de la ciudad a enfrentarlos el día de Navidad. En torno a la figura de Hugh Wilson, hay dos jugadores registrados en aquella época bajo el mismo nombre en la Scottish Football Association (SFA). El primero es una leyenda del Sunderland y es casi imposible que sea al que se refieren las crónicas, puesto que en ese momento estaba jugando en la liga de Inglaterra. El segundo comenzó su carrera en el Mauchline. En 1881 fue contratado por el Dumbarton, realizando actuaciones meritorias que le valieron una plaza en la selección de Escocia que disputó el British Home Championship de 1885. Wilson debutó contra Gales en el Hampden Park de Glasgow, en un triunfo arrollador de los locales (8-2). El 12 de diciembre de aquel año jugó el último partido del cual consta registro, una derrota en copa ante el Hibernian. Todo indica que se retiró del fútbol profesional después de aquel envite, seis años antes de viajar a México. Es muy probable que a Hugh Wilson incluso le pagaran por jugar en San Cristóbal, una circunstancia que encumbraría a este misterioso escocés como el primer futbolista profesional en América.
La compañía Read & Campbell abandonó las obras del canal del desagüe a principios de 1892. Por ende, los grandes rivales del fútbol en México se separaron para siempre. Al mismo tiempo, los mineros de Real del Monte y Pachuca trajeron pelotas de fútbol tras sus viajes de regreso a casa, una situación que se repetiría en ciudades como Orizaba y Veracruz. Exactamente un año después de aquel encuentro celebrado en San Cristóbal Ecatepec, se fundaría el primer club de fútbol mexicano, el Pachuca FC, que se fusionaría con el Pachuca Cricket Club y el Velasco para crear el Pachuca Athletic Club. Seis años más tarde sería turno para el Orizaba Athletic Club, cuyo origen también está ligado a una empresa británica. El tremendo éxito del famoso partido de fútbol provocó que muchísimos institutos británicos implementaran en sus planes de estudio la práctica del juego. El primer cargamento de balones no tardaría en llegar para ser vendido en las tiendas frecuentadas por la comunidad inglesa. En 1895, la compañía S. Pearson & Son concluyó las labores en el canal y dejó San Cristóbal. Muchos empleados continuaron en México trabajando en las obras de las vías férreas en el istmo de Tehuantepec, que unía el Pacífico y el Atlántico. A principios del siglo XX, Weetman Pearson obtuvo la licencia para explotar los pozos petroleros descubiertos al sur de Veracruz, fundando la Mexican Eagle Petroleum Company y convirtiéndose en uno de los hombres más ricos del mundo.
El 19 de octubre de 1902 se fundó la Liga Mexicana de Fútbol Amateur Association. La primera edición del torneo contó con la participación de Pachuca AC, Reforma AC, México CC, British Club y Orizaba AC, que sería el primer campeón del fútbol mexicano. El porfiriato llegó a su fin el 21 de mayo de 1911. Porfirio Díaz, que trajo modernidad a México a costa de la represión y el descontento social, no soportó la revolución iniciada en San Luis Potosí por el millonario Francisco Ignacio Madero. Finalizaba la época de los carruajes, los vestidos largos, los bailes primaverales, las regatas en el lago de Texcoco, las operetas y las zarzuelas. La Revolución mexicana se alargaría durante más de diez años de lucha que causaron la muerte de entre uno y dos millones de personas. A pesar de la guerra, Weetman Pearson continuaría sus negocios en México. De hecho, llevó a cabo la construcción de la primera refinería en el país, ubicada en la ciudad de Minatitlán. Por si fuera poco, sería incluso nombrado vizconde de Cowdray en 1917. En el momento de su muerte, unos diez años más tarde, el nieto de aquel humilde fabricante de ladrillos era el sexto hombre más rico del Reino Unido. La compañía aún existe en la actualidad con el nombre de Pearson PLC y ya no se dedica a los pozos petroleros ni a la construcción, sino a los servicios educativos y editoriales.
Junto al resto del país, San Cristóbal Ecatepec sufrió los estragos de la revolución y el pésimo gobierno que le siguió. A mediados del siglo XX, cientos de asentamientos ilegales brotaron por la zona como las setas en la temporada de lluvia. En el año 1980, un decreto del gobernador Jorge Jiménez Cantú la elevó a la categoría de ciudad y el municipio pasó a llamarse Ecatepec de Morelos, en honor al militar y sacerdote José María Morelos y Pavón. Hoy en día, atribulada por la delincuencia, debería sentirse orgullosa de su pasado, cuando Wanderers y Swifts se disputaban ser el mejor equipo de fútbol para el pueblo. Por todo ello, San Cristóbal Ecatepec no solo está considerada como la cuna del fútbol en México, sino también como la cuna del fútbol profesional en América. Por cierto, dos semanas después del funeral de su hijo, el padre del joven con ropa deportiva fue aprehendido por la Policía Municipal, acusado de robo. Iba acompañado por su otro hijo. Las cosas en San Cristóbal no parece que vayan a cambiar pronto, pero aquel entusiasmo que despertaron los Wanderers y los Swifts debería resurgir y permanecer para siempre, igual que el recuerdo de que en este lastimado lugar se cantó el primer gol en la historia de México.